miércoles, 19 de julio de 2023

Orcas asesinas y el submarino Titan.

"Quiero una muerte tonta, 

de esas que nadie se explica" 

-Los Punsetes.

Mientras las redes sociales explotaban con noticias, especulaciones y memes sobre lo que pudiera haberle sucedido al submarino Titan, el sumergible había ya implosionado el 18 de junio de 2023. Con veintidós pies de longitud, era del mismo tamaño que una ballena orca adulta.

La noticia estaba en todas partes, iba completándose, a manera de rompecabezas, con cada dato que los medios revelaban al público. 

Primero hubo esperanza: quedaban unos días para que el oxígeno que alimentaba al tanque y daba vida a sus pasajeros, se terminara. Las brigadas de apoyo buscaban incansablemente en el fondo del mar. Yo imaginaba a las cinco personas a bordo sudando, en crisis, perdiendo la cordura entre la falta de alimento y el olor pestilente de sus heces, pues en las noticias escuché que el baño sólo tenía espacio para un galón de desechos.

Después, alguna noticia fatalista anunció: "se ha acabado el oxígeno en el Titan, sus pasajeros están oficialmente muertos". Una película de espanto, de esas donde se lucha por la vida a costa de quien sea o lo que sea. ¿Pero qué podían hacer esos cinco pobres millonarios, encerrados con tornillos en una cápsula en medio de la vastedad del mar?

Finalmente, se develó que la nave había implosiando un par de horas después de iniciar su descenso. "Murieron sin dolor", se dijo. Ni remotamente cercano a la angustia que suponía imaginar a sus pasajeros luchando durante días por el oxígeno, mas debió haber sido terrorífico enterarse de los problemas técnicos que afrontaba la nave: estaban atorados -según se lee en el registro de comunicación con la torre de control que los monitoreaba-, escucharon estruendos causados por la presión del agua sobre el metal, los indicadores de estatus estaban en rojo, el comandante trataba de tranquilizarse, de tranquilizar a los otros. La nave, que debía subir a cierta velocidad, no parecía alcanzar la cifra anhelada. Se iba perdiendo la esperanza de volver a la superficie, promesa por la que pagaron 250 mil dólares en un contrato que, con "letra chiquita", hablaba del riesgo de perder la vida en el viaje. Más ruidos ensordecedores: el Titan colapsaba.

La explicación mediática, con videos de ejemplificación, señaló que la implosión sucedió en  cuarenta milisegundos, a una temperatura mayor a la del sol. Pensar esto despertó en mí una manera distinta de horror, una especie de pesadilla en la vigilia que me persiguió por días. Me imaginaba ahí sentada, quizá mirando por la ventanilla hacia dentro de la inmensidad oceánica, sin alcanzar a sentir dolor o a mirar mi cuerpo desintegrarse. ¡Pum! Ya no estoy ahí, ni en ninguna parte. Como en esa serie de Netflix, Russian Doll, donde el personaje que interpreta Natasha Lyonne muere veintiséis veces de las maneras más absurdas, en una fantasía ciencio-ficticia donde lo último que ella mira es un taxi embistiéndola, o la explosión de una estufa de gas, o la profundidad de una alcantarilla a la que cae. Ella siempre despierta en otra vida. Pero en la realidad, al menos hasta donde sabemos, después de morir no hay nada. Ahí es a dónde fueron a parar nuestros cinco millonarios, incautos de que esa mañana, en la cual planeaban ver las ruinas del Titanic, se convertirían en ruinas ellos mismos, partículas microscópicas que por lo menos alimentarían a los seres marinos.

Aquellos días soñé varias veces con el Titan. Mientras hacía mis actividades diarias lo recordaba, me gustaba detenerme un momento e imaginar cómo había sido el último segundo de sus tripulantes. "Ahora estoy viva. Ahora ya no". Me perturbaba, pero a la vez me fascinaba, lo pequeñísima y frágil que es la vida humana, aún la de esas personas que según nuestro sistema capitalista valían más que yo, pues poseían mucho más de lo que yo poseeré nunca. Lo pienso sin ningún afán grandilocuente, simplemente observando cómo la Madre Naturaleza, en su omnipotencia, pudo acabar con cinco de los hombres más ricos del mundo en un tronido de dedos.

También por aquellos días fue que llevé a mi hija al parque de diversiones SeaWorld. Había un mural de madera construido y pintado a manera de submarino, con un hueco en la cabina del dibujo, detrás del cual se suponía que nosotras, turistas, nos pusiéramos para sacar una foto. Un desasosiego me invadió. Pensé en el Titan, como si le guardara algún tipo de luto en el cual, meterme yo a un submarino de mentiras representaba una afrenta, aunque era más bien un recordatorio de mi propia y perecedera humanidad. Igual nos metimos y sacamos la foto.

Más tarde, al ver el show en el cual dos magníficas orcas hacían malabares en un tanque de apenas unas veinte veces su tamaño, algo más profundo se movió en mí. Me entraron unas ganas incontrolables de llorar. "Ésta es Takara, de treinta y dos años", dijo la entrenadora, señalando a una de ellas. Casi mi edad. "Éste es Tuar, quien nació aquí en SeaWorld hace veinticuatro años". Yo derramaba lágrimas que me limpiaba pronto para que mi hija no las viera. "Veinticuatro años siendo un esclavo", pensé. Recordé la noticia de las orcas salvajes que, apenas hacía unos meses, había dado la vuelta al mundo, pues atacaron y hundieron tres yates en Gibraltar: yates de gente rica como las cinco víctimas del Titan, o como la mayoría de los ahogados en el Titanic en 1912, o como los dueños de SeaWorld. Pensé en Shamu, la orca actriz que en el filme Liberen a Willy de 1992 me había otorgado una consciencia medioambientalista siendo yo apenas una niña, fue entonces cuando entendí que los animales en parques acuáticos no eran más que prisioneros del capitalismo circense.

Shamu se me presentaba ahora en las figuras de Takara y Tuar, las dos ballenas malabaristas que, como Willy, esa noche nos pedían ayuda con sus imponentes presencias. Pensé en el tráfico humano. En la prostitución infantil. En la esclavitud moderna. En los migrantes que perecen cada año tratando de llegar a un país con mejores oportunidades. Volví a Tuar, a Takara, percibí el síndrome de estocolmo que presentaban ante sus entrenadores. Sentí su sufrir. Las escuché decirme, en un lenguaje del corazón, que hiciera algo por ellas. 

¿Cómo les puedo ayudar? Me pregunté. 

Me lo sigo preguntando. Por ahora, simplemente expando la consciencia, reflexionando para mí, para los otros -como hago escribiendo este artículo- sobre cómo puedo mirar más hacia el planeta, la naturaleza y su doble condición de creadora/destructora. Sobre cómo tener presente la doble condición creadora/destructora del ser humano en su ambición por conquistarlo todo a través de la tecnología. Pero no somos más que eso: simples humanos. "La tecnología es sólo un reflejo del ego de nuestra especie", me dijo un amigo hace poco, cuando le contaba mis inquietudes sobre el Titan y las orcas esclavas. 

Lo es. Creo que la enseñanza para mí, es que debo bajarle a mi ego humano. Debemos, como colectivo, pero empezando yo como individual, analizando la manera en que mi presencia le afecta al planeta. Porque sólo entendiendo que todos estamos interconectados, que somos parte de un mismo cuerpo (la Tierra), lograremos tratar al planeta con cuidado y amor. No vivimos sin los demás y los demás no viven sin nosotros. La naturaleza nos conforta tanto como pudiera matarnos, si quisiera. Combatir ese ego nocivo (pues también existe un ego constructivo) equivale a dar un primer paso hacia dejar de contribuir a nuestra propia destrucción.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Crónica póstuma de un taller con Cristina Rivera Garza en la Universidad de Houston

Transformaciones para nunca mirar atrás. 

El 2021 fue un año de transformaciones planetarias, lo dice una tradición New Age que asegura que, mientras 2020 fue el año de apertura de portales interdimensionales, 2021 fue el año en que el Planeta Tierra (con todo y sus humanos, animales, cetáceos y ecosistemas) cruzaron esos portales. El tiempo se aceleró, lo viejo quedó atrás y la consciencia humana se elevó, se supone. No todes les humanos lograron cruzar el portal este año, pero si me declaro creyente de estas interpretaciones avaladas por predicciones mayas, chamanes andinos y la astrología, concluiría que el taller-clínica Las Escrituras del Reino Vegetal, fue para mí prueba suficiente de que la transformación propia y de mis prójimos se está dando en mis narices. 

Conceptos y teorías contemporáneas que se salen un poco de las convenciones académicas que todavía hace unos años dominaban los campos de las humanidades y las ciencias, se hicieron claros para mí al repasar las lecturas de este taller con Cristina Rivera Garza. Esto no se dio como efecto inmediato, sino que requirió, además de la lectura de los textos obligatorios para el curso, el análisis de los mismos. Yo por mi parte, realicé investigación externa sobre estudios de los nuevos materialismos, teoría de los afectos, ecocriticismo y las escrituras geológicas, que me hicieron reflexionar sobre nuevas formas de plantear las ideas en papel con conceptos como el del “tiempo profundo” o las repeticiones cíclicas que ayudan a ilustrar, desde el microcosmos del texto, un macrocosmos en interacción con el Antropoceno. 

Para explorar dichos temas que escuchaba a la Dra. Rivera Garza explicar durante las sesiones del taller, utilicé como excusa la pieza de obra creativa que me tocó reseñar: Hunger, de Elise Blackwell (la reseña publicada se puede leer aquí). La novela me pareció el balance perfecto entre escritura tradicional (de taller) norteamericana, y una escritura más apegada a las nuevas prácticas de la narratología. Estas prácticas, técnicas y recursos, también se vieron ilustradas en las demás piezas de ficción que revisamos durante el taller: No es un río de Selva Almada y Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo juegan con la idea del tiempo cíclico, de los fractales, pero a diferencia de la pieza de Blackwell, aportan una dimensión lingüística que problematiza cuestiones como el lenguaje, la decolonialidad, la mixtura cultural. 

Sucede lo mismo en los cuentos de Giovanna Rivero y Magela Baudoin, a quienes no sólo leeímos sino con quienes tuvimos el gusto de interactuar. Ellas inspiraron ideas que, más allá de las planteadas en sus textos, nos permitieron observar directamente durante la presentación de Matria: su proyecto más reciente donde exploran conceptos sobre la producción independiente y comunal de piezas literarias por medio de plataformas como Twitter o Youtube. Gracias a ellas, pude ver más pragmáticamente maneras no normativas de producir, publicar y recibir literatura, que Rivera Garza ya venía desarrollando con la creación de un rizógrafo en la Universidad de Houston y de Canal Press, editorial independiente cuya primera publicación fue el poemario póstumo titulado Primera Tormenta de Susana Chávez Castillo, una escritora asesinada hace pocos años en Ciudad Juárez. 

En cuanto a las piezas de no-ficción que leímos, aprendí sobre la forma en que la ciencia y humanidades más analíticas (la antropología, la sociología) se encuentran también en un punto de la historia en las que se cuestionan los conceptos que por años formaron parte de la normatividad científica. En piezas como The Government of Beans (Kregg Hetherington), Limber (Angela Pelster), Una trenza de Hierba Sagrada (Robin Wall Kimmerer) o The Mushroom at the End of The World (Anna Tsing) pude apreciar la manera en que, desde la narrativa ensayística contemporánea, se les da voz a seres que previamente se creía desposeídos de agencia: la flora que es parte de la alimentación básica humana (como la soya, el maíz, distintos tipos de granos, la calabaza e incluso las setas) cobra vida en los textos leídos, a la vez que otros como The Chernobyl Herbarium (Michael Marder), Astroecology (Johannes Helden), Cortezas (Didi-Huberman) y Ecodeviance (CA Conrad) no sólo resultaron en muestras de arte contemporáneo cross-género y de cómo se puede escribir desde el no-centro, sino que además despertaron en mí una consciencia sobre la vitalidad de las plantas, la interconexión que tenemos todos los seres que poblamos el planeta tierra y, por supuesto, decantando en la reflexión sobre todo lo que estamos haciendo mal como civilización, que podría acabar con nuestra existencia y la de las especies compañeras. 

Y hablando de compañeres, las entregas de los alumnes del Ph.D. en Escritura Creativa en Español y los comentarios de taller, incluyendo los pertinentes al área de la lingüística que aportó Julio César López Otero, representaron un intercambio de ideas y perspectivas que consideré un lujo. Cada une de elles trajo sus experiencias desde diferentes zonas geográficas, naciones con historias específicas y conflictos políticos notables, además de la diversidad de especializaciones que cada une ha tenido: algunes provenientes del teatro, otres de las artes visuales, las ciencias sociales o, como yo misma, del análisis literario (que siempre será un análisis más “tradicional,” comparado con la manera en que la doctora Rivera Garza nos inspira a observar los textos desde posturas no convencionales), resultó en una riqueza de aportaciones que hizo crecer a mi propio proyecto creativo en temática y técnicas, y cambió muchas de las formas en que he venido escribiendo. 

Pude notar el desconcierto de quienes recién se unen al programa, esto lo entiendo como un proceso cíclico, pues yo era elles cuando tomé por primera vez un taller con Cristina. Esta diferencia me sirvió como referencia de lo mucho que se puede crecer estando en un programa de escritura creativa a nivel de doctorado y, definitivamente, me aporta algo parecido a la esperanza de por qué es necesario seguir escribiendo más allá de los límites y normas, más allá de los convencionalismos de las tradiciones literarias, del lenguaje (RAE), de los nacionalismos, de los intereses capitalistas, del monoculturalismo y hasta del monolingüismo.

 
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