Regularmente las conversaciones por necesidad implican estas preguntas: ¿de dónde eres?, ¿cuántos años tienes?, ¿cuánto tiempo tienes viviendo aquí?, ¿tienes novio(a)? Y otras que al nuevo conocido pueden interesarle más o menos, sin dejar de ser un enlistamiento de informaciones aburridas que tú has repetido en loops infinitos. Cuando me sucede me siento como aquellas personas que cuentan siempre el mismo chiste (o como esos poetas que leen siempre el mismo poema en público).
Pero a veces (raras veces), esta información no es necesaria para abrir la conversación, y la plática fluye como fuga que nadie para, entonces, has trascendido, has encontrado a alguien que probablemente vas a querer tener como tu amigo por un tiempo.
Hoy tuve que reunirme con tres compañeros de la maestría, con quienes sólo había cruzado unas cuantas palabras. Frente a la mirada desentendida de los otros, me pasé hablando horas con uno de ellos. No supe ni su nombre, ni su edad, ni su procedencia (intuí que era mexicano por el acento, pero incluso en esto puedo estar errada), y sin embargo tuvimos la conversación más fluida, dando solamente entre líneas información sobre nosotros, como si los libros que hemos leído, las películas que hemos visto y los lugares a los que hemos ido, fueran otro lenguaje con el que nos entendemos nosotros, a quienes nos une un hilo generacional y cultural, una preocupación social similar, una conciencia del momento y el lugar en que vivimos.
Igual me pasó anoche: fui a una obra de teatro y por situaciones azarosas terminé en el after-party de los actores. Había escritores, músicos, teatristas, revolucionarios chicanos, activistas. Bailamos, cantamos, hablamos de poesía y del cambio social que nunca lograremos. Perdiendo el tiempo porque siempre es bonito perderlo soñando. Hice amigos de los que no guardé teléfonos ni nombres, pero sé que en algún punto los volveré a ver.