Primero fue la negación, pues no somos libres (no puede uno salir a la calle por miedo a las balaceras), ni somos iguales (tan sólo comparar cuánto le pagan a un político por ir a descansar el culo a una oficina con aire acondicionado, y cuán poco gana un indígena que trabaja su tierra al rayo del sol). Entonces viene la amarguez, el enojo contra los gobiernos: "¿qué celebramos?, no gasten en celebraciones, mejor gasten en combatir el crimen, en ayudar la pobreza, hipócritas, traidores, ratas..."
Pero ayer me aprisionó la nostalgia y me dio por prender la TV nacional (cosa que nunca hago), entonces vi la transmisión del grito de Independencia, allá en el Zócalo capitalino, y me invadió un sentimiento inexplicable al ver pasar docientos años de historia frente a mis ojos en un carnaval donde
cada uno de sus elementos me resultaban sublimes, hermosos, dignos de festejarse (los danzantes típicos, la serpiente emplumada, el carro con juguetes mexicanos, las doce castas de la colonia, nopales, sombreros, el ángel de la libertad, el mariachi, los huapangos, las rancheras, los boleros, etc).
Así que desistí del pesimismo con el que
he vislumbrado el Bicentenario durante todo el año: la violencia no se va a acabar, la desigualdad y la oligarquía y la corrupción van a seguir, pero por todo lo demás que es y ha sido México, creo que merece la pena hacer fiesta, amén de que una celebración de éstas sí une a las personas (recordemos la vez que ganamos contra Francia en el mundial, ese día fue el que menos muertes se registraron en el país -suena tenebroso pero, de lo malo, lo mejor-).
Yo me pregunto cuántos violadores, asesinos, rateros de todos los tipos (desde el presidente pues, hasta el morador de Tepito que llevó a su novia a ver los juegos pirotécnicos) no hubo anoche en Zócalo; mas por un momento dejaron de ser criminales para ser solamente mexicanos, para ser sólo hijos de la Madre Patria que se enorgullecen de nuestra cultura, nuestra comida, nuestra música, nuestros colores, nuestros juguetes, nuestros bailes, nuestros artistas, nuestra
vegetación; doscientos años de historia, de cultura grandilocuente, pueden borrar por una noche los momentos de desesperanza e impotencia, porque para eso son las fiestas. Así que a todos ellos los oí gritar "¡viva México!" de corazón, y sin más, me sorprendí a mí misma diciendo, como boba frente al televisor: "viva".