viernes, 23 de octubre de 2015

A mis 29 años: Poema de las aves y los años

Juan José Amador

He derramado tinta dos veces en veintinueve años

mi vida es una mancha larga de lodo en los barrios de la ciudad
y mi sombra pasa inadvertida en mercados, bares y campos de fútbol.
Las parcelas de enero están amenazadas por la maleza 
de la nueva década sin aviso previo 
mientras la ciudad crece desmesurada
con suburbios de escarnio,
hacia el oriente menos pensado, hacia el norte,
con brumosa pestilencia,
hacia el poniente del hambre, de trabajadoras
en la maquila inaugural.

Dos veces la tinta escapó sin forma alguna de mis dedos.
Veintinueve vagones atestados
o vacíos 
estremecen la vía que me lleva a la muerte.
He creído en medio de la noche escribir 
claros poemas en el viento,
y los he platicado a algún amigo lentamente 
pero sin mucha convicción.
Observo ahora que todos, por causas muy cercanas, 
llevamos un llanto en silencio, 
agua que escurre al fondo de una gruta.
Con simpleza guardamos entre libros la nostalgia.
Observo también que mi verso tuvo sus relojes averiados, 
que llegó tarde, sin aliento, 
que no arribó a la función de circos desolados.
Que mi verso estuvo junto a mi padre en la ebriedad de su juventud,
acompañó a mi madre en su embarazo primero 
y a mis hermanos en la muerte.

Dos manchas en la noche de veintinueve estrellas,
garabatos que superan apenas el amor que le tuve a la gente 
y la gente correspondió con desdén.
Me han acompañado en la memoria de terrosos vientos
pequeños ladridos de perro más bien corriente.
Mi verso ya estaba escrito, no fue mi mano, no,
no mi brazo torpe al fin. 
Mi verso viene sonando largo de mucho tiempo 
y ocupa, debe escribirse.
Mis versos han saboreado lo amargo de una tarde en aguacero
en la fugaz despedida
y han quedado repitiendo, sí, las sílabas 
dichas por última vez.
He pensado cualquier mañana haber escrito 
un poema claro durante el sueño.

Dos veces la tinta manchó el rumbo.
Veintinueve barcas han desatado sus amarras
y han carenado lenta, agónicamente en mi piel.
Sin embargo los días son tan desiguales,
tan sin balanza que podamos precisar 
que mientras una muchacha es depositada en su tumba
hay fiestas remotas, pueblos deshechos, reuniones banales, 
templos de luz tras la caída de hombres,
oraciones apagadas, capitales perdidas.
Mi verso espera el camión en la esquina 
atraviesa una plaza sola 
y se alegra en el oído de una muchacha triste.
Mi verso apenas se recuerda a sí mismo, 
tiene un solo lector moribundo (escribiéndolo)
y pisando en el comedor las migajas de la muerte.
Mi verso está aliado a la profundidad de una noria,
al viento que llega del huasteco,
a los vestigios de un río, a una adolescente, 
a la casa enorme de los abuelos,
a la tristeza que todos supimos ocultar.
Mi verso no tuvo alas, no precisó del mar,
careció de historia verdadera.
Mi verso, entiendo, está destinado a ir por ahí,
deambulando sin llorar, en la bruma de los años.
Quiere aparecerse en el espejo de la música,
y en los cerros elabora travesías íntimas.

Dos veces mi mano derramó la tinta
mientras alguien dictaba triviales sombras.
Veintinueve atentas y voraces aves en las ramas
altas del árbol de mi pecho,
picoteando mi corazón, destrozándolo.


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A punto de cumplir treinta años, me encuentro con este poema del tamaulipeco Juan José Amador, que tenía mi edad en 1989 y moriría jovencísimo, a los 35 años, en 1995. El texto me ha dicho muchas cosas y le ha dado voz a mi sentir con respecto a una crisis que tengo, común de nuestros tiempos desde el advenimiento de la era posmoderna, que los sicólogos denominan "crisis del cuarto de vida", pues suele atormentar a ciertos seres de entre 20 y 30 años.

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